libro_hiroshimaTras nuestra estancia en la sagrada isla de Miyajima, el nombramiento como presidente del Comité Técnico TC2 de la IAPR y la presentación de nuestros trabajos, mi estudiante Boyan Bonev y yo nos desplazamos al centro mismo de Hiroshima para hacer noche antes de volar a Amsterdam. Boyan está emocionado con la perspectiva de pisar el hipocentro (justo debajo del punto en el que explotó, a unos quinientos metros de altura, la primera bomba atómica de la historia). Dejamos nuestros bártulos en el hotel que hay frente a la explanada del Memorial de la Paz y caminamos un buen trecho buscando el “dome”, edificio emblemático (ese de la cúpula formada por un esqueleto de hierros).En el camino nos encontramos con un montículo que conserva los restos de miles de personas que nunca fueron reclamados. Cada cierto tiempo nos paramos para atender a los activistas que, con esa sonrisa casi servil y gran amabilidad, nos piden firmar por la abolición de las armas nucleares. A cambio nos regalan una paloma de papiroflexia. Caminamos por las calles buscando el lugar exacto, pero no lo encontramos. Preguntamos y no hay respuesta. Las nuevas generaciones intentan olvidar.

Al final un pequeño cementerio marca el sitio bajo la gran campana que solamente rompe su silencio cada 6 de agosto, aniversario de la bomba. Hace frío y durante ese paseo empieza a invadirme una sensación extraña. Una especie de anticlímax. La enormidad del lugar, expresamente diseñada para dar cuenta de la desolación que produjo la bomba, parece acompañar. La entrada al museo promete ser opresiva. Dentro, el silencio es estruendoso. Escena tras escena se van revelando los detalles de la atrocidad con la que terminó la segunda guerra mundial y comenzó la guerra fría. Juguetes calcinados, botellas, tejas, tarteras de aluminio grotescamente deformadas por la energía liberada.

Algunos dioramas muestran personas caminando con sus brazos extendidos de los que cuelgan jirones de piel. Pero lo más extraño, lo más sorprendente es el bullicio que sale de los grupos de escolares perfectamente uniformados que recorren los estantes. Cada cierto tiempo algo llama su atención e hilvanan un coro de susurros. Al final de la visita se muestran simpáticos y me indican dónde he de firmar: en el libro-homenaje donde los visitantes dejan sus mensajes. Sonríen, están felices. Yo solo pienso que soy un turista, espectador de algo que no me gusta, pero que es preciso enfrentar y asimilar para tomar conciencia y combatir propagandas sibilinas. Por la tarde, una visita a los centros comerciales, especialmente para adquirir un par de kimonos originales para mis hijas, parece relajar la tensión de la mañana. Hiroshima luce de noche como una gran ciudad comercial. Tecnología por las calles, flujos de gente, y calles solitarias nos devuelven de nuevo al “dome” que está iluminado. Al acercarnos al hotel vemos que hay una fiesta en el ático. Desde allí deben tener una vista maravillosa. Así, me dispongo a dormir por última vez sobre un tatami. Pero el sueño no llega. Soy consciente de que justo enfrente murieron casi cien mil personas en cuestión de segundos. Hombres, mujeres y niños. Hasta 120.000 murieron en total por efectos de la radiación.

Me resulta difícil quitar esos pensamientos de mi mente, pero el cansancio del viaje me ayuda. A mi vuelta leeré a Greg Mitchell y encontraré grandes similitudes en el plano emocional. Este verano, casi un año después, vuelvo a Inglaterra para continuar mis investigaciones en las aplicaciones de la física cuántica al análisis de sistemas complejos. Dedico la mitad del mes de agosto a asimilar los conceptos matemáticos básicos. Durante la otra mitad prepararé mis presentaciones en los congresos que se celebran a final de mes. Mi acercamiento a esa disciplina es tibio y prudente. Exige una gran capacidad de abstracción pero es excitante. Sin embargo, es imposible avanzar sin recordar las aplicaciones destructivas de esa rama de la ciencia. Vuelvo a mis recuerdos de Hiroshima. Me acompañan durante mi vuelta a casa por The Shambles y en el rostro de cada turista japonés parece resonar el peso de la historia.

El ambiente familiar en pleno corazón británico despeja cualquier recuerdo. A fin de cuentas no soy responsable. ¿Nadie lo es? En realidad todos lo somos. Mientras no nos demos cuenta de ello las cosas no cambiarán. Por mi parte solo puedo decir que he vivido las dos caras de la ciencia en Hiroshima. ¿Volveré?

Francisco Escolano, Doctor en Informática. Profesor de Ciencia de la Computación en Inteligencia Artificial en la Universidad de Alicante

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